El enemigo es Milei


 


De un tiempo a esta parte se viene haciendo más perceptible el hastío de la sociedad argentina en torno a la política representativa o el sistema republicano representativo dicho democrático. Como siempre solemos repetir como loros en estas páginas unos pocos maestros Siruela, el sistema republicano por sí solo no es democrático sencillamente porque no siempre representa el interés del pueblo y democracia por etimología significa eso, un gobierno en manos del pueblo. De hecho, el hastío social viene de la mano de una intuición por parte del hombre común —que no es consciente, por eso es una intuición y no un conocimiento acabado— acerca de la banalidad de la praxis política entendida como mera participación en elecciones libres y periódicas en el contexto de una partidocracia republicana que no responde a los intereses populares.


Pero también sucede que al interior de los círculos más politizados y más ideologizados (a menudo sobreideologizados), cada vez que uno manifiesta o siquiera esboza esta clase de críticas al sistema como tal, algún despistado “de este lado” de la grieta se apresura a ordenarle no hacerlo, “porque ahora el enemigo es Milei”. Así, todo cuestionamiento a la partidocracia, al sistema republicano que no es democrático porque no representa el interés popular o a los miembros de esa partidocracia que supuestamente se autoperciben peronistas, justicialistas o nacional-populares resulta de plano censurado por los mismos militantes y simpatizantes del llano sin siquiera llegar a salpicar a la dirigencia entreguista que participa de la simulación. De ese modo el sistema se blinda a sí mismo utilizando como vallado contra la disidencia a las propias víctimas del proceso, los pobres diablos de a pie que no pinchan ni cortan en el banquete de la política grande.


Y lo que genera una contradicción en ese estado de situación es el hecho de que se plantee a una persona puntual como el enemigo (en este caso a Javier Milei), cuando está claro que desde el vamos ninguna facción dentro del sistema representa de ninguna manera el interés popular, ni dentro ni fuera del mileísmo y es imposible que lo represente porque el sistema mismo está configurado deliberadamente para sostener una ficción republicana vendida como democracia para adormecer la voluntad popular. Pero decir abiertamente aquello es al parecer una forma de hacerle el juego al supuesto enemigo que supuestamente es Javier Milei, aunque ese análisis contradice toda lógica pues ya sucedió en el pasado que hemos aislado en una persona individual la presunta encarnación del “enemigo” y la salida de aquella persona del centro de la escena no resolvió el problema de la ausencia de representación de los intereses populares.


Si no aprendimos nada de esa lección, entonces, o nos caracteriza la ingenuidad suprema o voluntariamente estamos practicando el arte de la negación, regodeándonos en la comodidad de las mentiras o medias verdades para no meternos en el fango, indagando qué es lo que sucede en realidad, cuál es el trasfondo que justifica que por lo menos hace una década no se haya detenido en ningún momento el proceso sistemático de pauperización de la sociedad argentina, de empobrecimiento cultural, material y espiritual, de desarticulación de los lazos sociales, de disolución de la comunidad y atomización de los individuos. ¿Cómo es posible que sigamos considerando que el problema es Milei cuando no siempre gobernó Milei a lo largo de los últimos diez o doce años de caída sostenida en la calidad de vida de los argentinos?


En otro momento nos decían lo mismo por Mauricio Macri: “No hay lugar en este momento para la crítica al accionar de los supuestos referentes del ‘campo nacional y popular’. No se debe tirar piedras contra los ‘propios’, eso es cosa de trotskistas, el enemigo ahora es Macri”. Pero el gobierno de Macri terminó y no obstante siguió acentuándose el proceso de pérdida de soberanía, independencia económica y justicia social. Con Alberto Fernández primero (aquel a quien los “nuestros” nos encajaron con fórceps) y ahora sí con Milei. Es el mismo proceso, completamente independiente de la persona individual de quien caliente el sillón y a quien nos presenten como “el enemigo”.


De hecho, a lo largo de los dos primeros años del gobierno de Milei la mayor parte de las iniciativas que impulsó el mileísmo fueron aprobadas por los diputados y senadores de la llamada oposición. Legisladores que puede que hayan gritado muy fuerte en el parlamento y tal vez hayan publicado fotos con discursos encendidos en las redes sociales, instalando hashtags y presentando repudios, pero que en esencia avalaron el proceso. El Decreto 70/23 por ejemplo, habiendo sido de las primeras medidas en sancionarse apenas asumido el gobierno, aún sigue vigente sin que la llamada oposición haya tomado jamás nota de ello. La Ley de Bases sigue vigente también. La reforma previsional de facto que comenzó a regir con excusa del aislamiento social derivado de la epidemia de gripe a partir del gobierno de Alberto Fernández no se revirtió finalizada la presunta emergencia sanitaria y probablemente tome fuerza de ley en el contexto de la reforma laboral que se aprobará en el mediano plazo antes de que se termine el mandato de Javier Milei.


En esencia, como se ve, el proceso de empobrecimiento sistemático de los argentinos se sostuvo, jamás se detuvo con la caída de Macri, quien fuera sindicado en su momento como “el enemigo” a derrotar. Entonces una pregunta legítima es: ¿Por qué los compatriotas y supuestos compañeros nos echan la culpa de la crisis política, económica, social y cultural que aqueja a nuestro país a los pocos díscolos que nos atrevemos a cuestionar el sistema más allá de los nombres propios? Nos quieren convencer de no estar siendo capaces de identificar al enemigo, de seguir “tirando piedras” sobre “nuestro” tejado y de no estar combatiendo con la debida vehemencia al mileísmo criminal, pero lo cierto es que esa acusación no convence por el simple hecho de que mucho antes de que Milei existiera a la política argentina la crisis ya estaba ahí y jamás retrocedió. Evidentemente tiene que haber algo más, no resulta suficiente la explicación simplista de que el enemigo es Milei.


Porque además de todo lo antedicho, a Javier Milei alguien lo colocó ahí donde está. Milei fue construido y fue vendido como un producto mucho antes de llegar a la primera magistratura en noviembre de 2023. El cursus honorum que históricamente un funcionario debía atravesar antes de auparse a la presidencia de la Nación jamás le hizo falta a un personaje que saltó sin escalas de ser un payaso mediático y panelista de televisión vinculado al entramado massista directamente a legislador y figura presidenciable, altamente publicitada por los medios de derecha a izquierda de la grieta ideológica, una suerte de Jair Bolsonaro local señalado por el progresismo como candidato elegible a la moral conservadora del pueblo llano a través de la psicología inversa propuesta por la lógica del “ele não”. A Milei lo elevaron artificialmente, no se subió solo al ring.


Entonces tal vez no sea un enfoque del todo errado el que sugiere cuestionar lo profundo del sistema antes que la individualidad de las personas a quienes ese sistema permite participar un día como oposición y otro día como oficialismo. Por algún motivo nos parece más razonable asumir que de repente la sociedad argentina haya enloquecido y querido cometer suicidio, por lo cual se le ocurrió elevar al lugar de presidente al desequilibrado, el pervertido, el outsider, el Guasón que vino a apagar el fuego con un bidón de nafta. Todo eso en lugar de optar por la independencia, la soberanía y por el imperio de la justicia social. Los argentinos consideramos que la mejor idea era regalar el país al mejor postor y por eso elegimos a Milei, somos una manga de idiotas.


Porque sí, aparentemente nos resulta más fácil echarnos la culpa entre nosotros los de abajo, reconociendo nuestra ignorancia, nuestra estupidez y nuestra total ausencia de patriotismo, amor propio e incluso mero instinto de supervivencia que asumir que tal vez “emosido engañado’”, tal vez el ejercicio repetitivo y hartante de la participación en comicios interminables cada dos años que colocan a la sociedad en un estado de campaña política permanente no era esa democracia que ansiábamos cuando una dictadura sangrienta nos oprimía. Quizá con el sistema republicano dicho democrático por sí solo ni se come, ni se cura ni se educa. Y sin embargo elegimos autoflagelarnos como pueblo antes de observar que sistemáticamente desde un tiempo a esta parte en la política argentina no existen opciones que representen ni la independencia, ni la soberanía ni la justicia social. Dicho en otras palabras: desde hace años en Argentina no existe la democracia, el pueblo no ejerce la soberanía y por lo tanto el interés que la política representa no es el interés nacional.


Si no hay democracia el pueblo no gobierna y por lo tanto da lo mismo en última instancia que el sillón lo ocupe Javier Milei o que lo hagan Sergio Massa, Patricia Bullrich, Horacio Rodríguez Larreta, Axel Kicillof o la Madre Teresa de Calcuta. Unos lo harán bajo el manto de la ideología multicolor y paliando las medidas con ayuda social y los otros no, pero en esencia el modelo será el mismo. En ese sentido es una simplificación asumir livianamente que el enemigo es Milei, porque hacerlo implica suponer de manera implícita que cuando finalice formalmente el mandato de Milei (quien de seguro no será reelecto, como no lo fueron ni Macri ni Alberto Fernández), cuando Milei se retire en Nueva York o en Tel Aviv y algún otro personaje lo reemplace en el cargo volveremos a una situación de relativa normalidad, recuperando nuestra independencia económica y nuestra soberanía política perdidas a manos del mileísmo y jaqueadas por poderes concentrados internacionales, aquello que Perón solía llamar la sinarquía internacional.


Y ese no parecería ser el caso. Entonces, ¿por qué debemos sostener que Javier Milei es el enemigo y no apenas un peón más de tantos, en un juego perverso que nos tiene a los de a pie en el lugar del pato de la boda y cuyos artífices no vemos o no sabemos reconocer? De hecho, sería lo ideal que fuera tan sencillo: muerto el perro, se acaba la rabia. Ojalá fuese tan fácil como cambiar de gobierno para que automáticamente el proceso de pauperización y desintegración social se detuviera y se revirtiera, para como por arte de magia volver a ser una Argentina medianamente próspera. Sin embargo eso no ocurre, la realidad fáctica tiende a mostrar más bien lo contrario.


La realidad efectiva demuestra que no se trata de una cuestión de nombres, sino de intereses y de proyectos políticos. Y basta una breve investigación para corroborar que en la actualidad no existen en pugna en la política dos modelos antagónicos de país (uno soberano y nacionalista popular, otro colonial y representante de los intereses de la oligarquía local satélite de la sinarquía globalista), por lo menos en términos de posibilidades reales y tangibles de acceder al poder a partir de la participación en elecciones. No existen en la política argentina opciones que representen al pueblo argentino, porque las expresiones nacionalistas populares y patrióticas son marginales y no tienen predicamento social alguno ni participación real en la simulación electoral más que como meros adornos testimoniales destinados a sublimar las pulsiones revolucionarias del puñado de peronistas doctrinarios residuales que aún se rehúsan (que aún nos rehusamos) a practicar el abstencionismo en los comicios.


En ese sentido, la llegada de Javier Milei a la presidencia de la Nación responde a la necesidad de parte de la política local de consentir un desmantelamiento del Estado, una pérdida de la capacidad productiva del país y un empobrecimiento de la sociedad argentina de tales magnitudes que ningún espacio político con voluntad de proyectarse a futuro se hubiera animado a protagonizar, sencillamente por temor a pagar los costos de semejante desguace. El quilombo que en la actualidad está haciendo Milei no lo hizo Mauricio Macri en cuatro años de gobierno porque el macrismo guardaba esperanzas de proyectarse en el tiempo y en su cálculo no dejaba de considerar que el costo de ponerse la economía y la sociedad de sombrero sería alto incluso a pesar de las medidas paliativas en forma de planes sociales que Cambiemos implementó a mansalva para salvaguardarse a lo largo de todo su gobierno.


De hecho, aun a pesar de su gradualismo, Macri perdió en 2019 a manos de un pelele como Alberto Fernández y no pudo completar el desmantelamiento del Estado que el mileísmo profundizó más tarde en apenas dos años. Y esa derrota se explica precisamente porque el desguace es posible solo al costo de retirarse de la escena política de manera permanente, a causa de las nefastas consecuencias sociales que provoca y que naturalmente minan por completo la imagen de quien se perciba como su brazo ejecutor.


En ese sentido, Javier Milei es la figura ideal para completar la tarea: un hombre solo, sin familia ni arraigo, capaz de fugarse del país antes de que la bomba le estalle en la cara dejando nada tras de sí más que el recuerdo de unos perrihijos muertos y un puñado de anécdotas vergonzantes que se contarán en esos programas de chimentos en los que se han convertido los canales de noticias. No es un padre de familia como Macri, nadie va a poner incómodas a su esposa o sus hijas si se las encuentra por la calle en un futuro cercano.


Pero además, Milei es ideal por tratarse de una persona completamente maleable que no tiene la capacidad por sí sola de convencer a nadie de nada. Es un cero a la izquierda, un individuo completamente roto, espiritualmente débil y mentalmente frágil, fácil de dominar por la adulación apenas sobándole el lomo como a un perrito callejero. Lo que conocemos como “libertarismo” en la política que Milei viene representando primero desde los medios de difusión y más adelante en la arena político-partidaria es una construcción artificial que se edificó en torno a Milei, pero no la hizo él. Él es nada más que la resultante y la cara visible de esa construcción. El liderazgo de Milei no lo construyó Milei, lo construyeron otros con el propósito de elevarlo donde está, para que él oficie de chivo expiatorio y resguarde a la clase política de una reforma del Estado que la clase política no deseaba atribuirse como autora. Parte del ascendiente social que tiene Milei es directamente reflejo y producto de lo que el mileísmo tiene enfrente: el progresismo bobo, gorila y antipopular.


Es fácil, en una sociedad artificialmente agrietada, donde se instalan todos los días a través de los medios de comunicación, las redes sociales y los discursos políticos grietas de diversa naturaleza, resulta más que sencillo para el poderoso hacer uso de una marioneta como Milei para enfrentarse a una ideología completamente antiintuitiva como lo es el progresismo. Desde el mismo momento en que empezaron a ser más importantes el aborto, el cupo laboral para los homosexuales y la comunidad LGBT, el DNI no binario, la identidad marrón o el indigenismo que la posibilidad efectiva de trabajar dignamente, formar una familia y progresar en un estado de relativa previsibilidad y seguridad (en resumidas cuentas, cuando la “ampliación de derechos” reemplazó en la agenda de la política a la justicia social bien entendida) cualquiera que encarnase aunque más no fuera desde lo discursivo los valores y las inquietudes del pueblo llano iba a resultar necesariamente granjeándose un ascendiente social vacante. Ese nicho fue el que pasó a ocupar a Milei por sencilla oposición discursiva, sin más mérito que haberse valido del sentido común de las mayorías o mejor dicho, sin más mérito que repetir como un loro el discurso que sus creadores le ordenaron repetir, coincidente en varios puntos significativos con el sentido común de las mayorías.


Los hechos dan a suponer que Milei es la creatura de la politiquería local, el fusible por antonomasia creado para ser reemplazado a su debido tiempo sin que se fundan ni el sistema ni las partes que lo componen. Parecería ser por todo lo aquí expuesto que la dirigencia se llama sistemáticamente a silencio y finge demencia, mientras a los de a pie nuestros propios pares nos conminan a no hablar, a hacer la vista gorda y a no criticar para no perder de vista al “verdadero enemigo”. Pero se impone una vez la pregunta: ¿Cuándo será el momento idóneo para comenzar a hablar? ¿O es que debemos permanecer en silencio para siempre? ¿Acaso la política actual nos otorga alguna garantía de que una vez finalizado el ciclo mileísta la calidad de vida de cada uno de nosotros los argentinos de a pie mejorará ostensiblemente y se restaurará la independencia económica del país?


Definitivamente no y eso es lo preocupante, que no nos esté permitido cuestionar a una dirigencia política a la que se nos induce a apoyar y militar incondicionalmente sin que en rigor de verdad esta represente en lo más mínimo nuestros intereses.


Hace años la dirigencia política argentina se olvidó o finge olvidarse de plantear un sistema de reparto de la riqueza más justo, un modelo de industrialización del país con una inserción internacional soberana o tan siquiera un sistema de representación que se aleje de la partidocracia en la que hay que transar para formar parte. Hace años la dirigencia política argentina se olvidó o finge olvidarse de que en una sociedad sin conflictos internos raciales, religiosos o de moral sexual como la argentina el pueblo llano pide poco para sentirse representado, apenas una vida sin demasiados sobresaltos y la mediana paz social y económica para progresar y envejecer con tranquilidad. Tal vez en lugar de plantearnos debates infinitos y devanarnos los sesos preguntándonos por qué triunfan los demoledores como Javier Milei, los pocos politizados que quedamos deberíamos observar por qué en realidad los argentinos de a pie no quieren saber nada con la política que tenemos.


Es así, en las últimas elecciones no triunfaron ni Milei ni el mileísmo, el que triunfó fue el abstencionismo. El pueblo intuye que algo anda mal, intuye que el sistema está amañado y que no lo representa y por eso no quiere participar de ese sistema. El pueblo no se cuestiona demasiado de manera consciente ni los nombres ni a qué espacio o ideología supuestamente responde cada uno, sino que percibe un olor rancio que lo repele, intuye que efectivamente algo malo hay en el sistema. Y por eso se corre. Tal vez deberíamos hacer un poquito más de sociología del estaño a la moda de Jauretche y empezar a preguntarnos por qué el pueblo se corre y no por qué no da la vida por Drácula, Frankenstein o el Lobizón cuando alguien se los coloca en frente, de la manera que sí lo hacen los militantes e ideologizados.


Porque si hay algo cierto, eso es aquello de que el pueblo no se equivoca. En todo caso lo inducen al error o le quitan todas las opciones válidas que representen medianamente su interés. En el claroscuro surgen los monstruos, pero esos monstruos no son el verdadero enemigo, sino apenas la criatura.

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