Parece una afirmación temeraria, pero basta apenas analizar por un momento a la sociedad argentina para descubrir que efectivamente es así: hoy los argentinos no conocen a Perón. La masa inorgánica en la que se ha convertido el pueblo argentino desconoce los fundamentos de la doctrina justicialista y en ese sentido, desconoce y a menudo contradice a Perón. Esto se deriva entre otros motivos de un problema que el movimiento nacional justicialista viene arrastrando quizá desde el momento mismo de la desaparición física del General: la ausencia de toda voluntad por parte de la clase política en educar a las nuevas generaciones de manera tal de organizar a la masa para que se comporte como una comunidad, como un pueblo soberano.
El resultado de esa desorganización social y sobre todo de la ausencia de espacios físicos de estudio y debate de la política real, por fuera de la politiquería orquestada para distraer y dividir, es la ignorancia total del verdadero contenido de la doctrina en cuestión, a la que muchos dicen adscribir sin tan siquiera haberse tomado el tiempo de conocerla en lo más mínimo. Del mismo modo, tampoco la conocen quienes afirman rechazarla de plano. Sería gracioso si no fuera trágico, pero en estos días no resulta para nada infrecuente encontrarse con “peronistas” que defienden ideas que Juan y Eva Perón no solo contradecían en la práctica sino que aborrecían en el discurso, de la misma manera que no resulta del todo infrecuente encontrarse con individuos autopercibidos gorilas recalcitrantes pregonando las banderas del peronismo sin ser conscientes de la cosa y creyendo adherir al liberalismo o a la “derecha” libertaria, por ejemplo.
Unos y otros ignoran el fenómeno al que creen estar aludiendo y se confunden peronismo con socialismo, comunismo, demoprogresismo o cualesquiera otras denominaciones, mientras que adjudican el mote de antiperonismo a principios que siempre le han pertenecido al peronismo desde sus orígenes. Sin saberlo, muchos “gorilas” son peronistas peleados con ese antiperonismo de izquierda que se ha llegado a confundir con “peronismo” y muchos “peronistas” son en rigor de verdad gorilas afeitados de lomo plateado. Sea como fuere, de un lado a otro de la falsa grieta ideológica, hoy los argentinos no conocen a Perón.
Y pareciera una estupidez plantear la hipótesis en esos términos, porque desde el surgimiento del peronismo como tal a fines de 1945 hasta nuestros días, la política argentina ha estado siempre dividida en dos compartimientos estancos perfectamente definidos: peronismo y antiperonismo o el viejo y conocido gorilismo de toda la vida. Juan Perón es justamente la figura cuyo nombre se emplea hasta la actualidad para definir políticamente a los argentinos, sea por adhesión o por oposición. Una figura conocida y reconocida simbólicamente tanto a nivel nacional como a nivel internacional por fuera de cuyo reconocimiento no existen expresiones políticas en nuestro país, ni siquiera expresiones testimoniales, siendo necesariamente todas ellas o peronistas o gorilas, desde lo discursivo y desde lo práctico incluso aunque a veces discurso y práctica se contradigan el uno a la otra.
El problema es que más allá de la utilización con fines de seducción en tiempos de elecciones de su efigie, de los símbolos y del folclore pejotista, Perón en vida se tomó el trabajo de plasmar en obra escrita los fundamentos de su política, amén de haberse tomado antes el trabajo de gobernar el país a lo largo de una década larga, utilizando como base instrumental aquellas ideas que más tarde sistematizaría en sus textos y que se pueden resumir en las tres banderas —la soberanía política, la independencia económica y la justicia social a las que podríamos añadir una cuarta bandera, el nacionalismo cultural— y las Veinte Verdades del nacional-justicialismo.
Pero la existencia de textos escritos de puño y letra de Perón y que acreditan su pensamiento profundo —siendo un hecho no menor—, a menudo se deja de lado en la actualidad a la hora de definir como “peronista” o como “antiperonista” alguna política en concreto, a alguna persona en particular o alguna idea rectora sobre la cual se sustente un determinado espacio político o esquema de gobierno. La cosa no termina ahí, pues la triste realidad efectiva de que los argentinos no conozcan a Perón emana directamente de una ignorancia incluso más profunda: los argentinos no tienen la menor idea de qué significan ni la independencia económica, ni la soberanía política ni la justicia social y en ese sentido son en su inmensa mayoría totalmente incapaces de comprender en su cabal dimensión y precisión los contenidos de la doctrina justicialista que se sustenta en esas banderas.
Por lo tanto, quienes aún conservan la vocación evangelizadora de predicar desde las catacumbas, a menudo utilizan en sus discursos términos cuyos interlocutores desconocen por completo, habiendo sido estos términos previamente larvados de significado por las sucesivas redefiniciones tendenciosas, hasta convertirlos en meros significantes vacíos. Dicho más o menos en criollo, la intelectualidad orgánica de izquierda y de derecha han logrado convertir a las banderas del peronismo en cualquier otra cosa menos en lo que deberían expresar.
Entonces es común y habitual que una persona mencione, por ejemplo, a la soberanía política y el interlocutor no tenga la menor idea de lo que aquella significa en términos prácticos. La soberanía, entendida como la capacidad efectiva de un pueblo de gobernar por su propia voluntad sobre la totalidad de su territorio, ni siquiera forma parte de las inquietudes políticas de una mayoría atomizada y empobrecida cuya atención está puesta a fuerza de penurias más en la inmediatez de la sobrevida que en el interés general de la patria. La ausencia de una conducción política que coloque el foco de la discusión sobre las cuestiones atinentes al desarrollo nacional acentúa el cuadro, favoreciendo una situación de ignorancia generalizada donde la ciudadanía ni sabe ni quiere saber a qué se refiere el término al que se esté haciendo alusión.
Un ejemplo actual de este desconocimiento del significado de los términos propios de la doctrina justicialista lo constituye por estos días la discusión en torno a una posible intervención de parte de las potencias de la OTAN (de los Estados Unidos, en particular) sobre el territorio soberano de la República Bolivariana de Venezuela, justificada por la supuesta vinculación del régimen de Nicolás Maduro con el crimen organizado. Independientemente de la veracidad o no de las acusaciones, no es extraño encontrarse a individuos que apoyan la medida sin tomar en consideración que la injerencia de una potencia extranjera sobre la política interna de un país es precisamente un ataque directo a su soberanía.
Pero estos sujetos no toman nota de ello por la simple razón de que ignoran de plano el significado del término, incluso aunque intuitivamente sean capaces de defender en determinadas situaciones la soberanía política de su propio país. Parece paradójico que en muchos casos sean las personas que un día apoyan la intervención extranjera sobre un país formalmente independiente como Venezuela las mismas que se enorgullezcan por la compra de aviones de caza de dudosa calidad o viven a los “pibes de Malvinas que jamás olvidaré”, aunque en realidad no hay contradicción, sino un desconocimiento profundo de los alcances y la necesidad de defensa de la soberanía política como garantía de la independencia económica de una nación. Viviendo en un país históricamente invadido y violentado por una potencia extranjera, el argentino se caracteriza por un nacionalismo silvestre y visceral que aflora socialmente en determinados contextos históricos aunque en la actualidad no se referencie en una identidad política definida, lo que conduce a toda clase de tergiversaciones de conceptos clave como el de la soberanía.
Pero en cuanto comienza a abrevar en alguna fuente de “información” y a “pensar la política” —en rigor, a ser pensado—, el argentino autopercibido politizado empieza a repetir como un loro el discurso oficial emanado de algún lado de la grieta ideológica y en ese sentido dará la vida por Nicolás Maduro sin tener apenas una idea de los motivos por los que los millones de venezolanos que emigraron a lo largo de su mandato huyeron del país, por ejemplo. O bien dará la vida por la idea de que al presunto delincuente de Nicolás Maduro hay que echarlo a patadas a como dé lugar, sin siquiera detenerse a sopesar cuál puede ser el interés de un Donald Trump o de cualesquiera otros personajes representantes de la política y el establishment estadounidense y global en el bienestar del pueblo bolivariano. El ejercicio de la “información”, como se ve, diluye esa intuición soberana que el argentino alberga en su seno por herencia genética, para dar lugar a la vieja ideologización interesada y facciosa que favorece la disolución social.
Y lo mismo pasa, por ejemplo, con la justicia social. La sistemática tergiversación del concepto de justicia social, que se exacerbó sobre todo a partir del kirchnerismo, confunde justicia social con asistencialismo, con pobrismo y con liberalismo de izquierda en un sentido de ampliación de libertades individuales, dejando de lado el horizonte de posibilidad de la justicia social bien entendida, como la facultad de un pueblo de otorgarle a cada individuo lo que se merece de acuerdo con su trabajo. Esta confusión (acaso malintencionada y deliberada) emana de la propia política autodenominada peronista y se reproduce hasta el hartazgo en los medios de comunicación, retorciendo el significado de la principal bandera del peronismo para convertirla en prerrogativas de minorías, por ejemplo, falso garantismo promotor de la criminalidad o asistencialismo clientelar.
Es decir, que una vez más el ejercicio de la “información” y la politización acarrean, ante la inexistencia de espacios de adoctrinamiento real, nada menos que el vaciamiento de significado de una bandera que es la base misma de la doctrina nacional justicialista, la que le da su nombre precisamente porque representa el fin último de la política peronista. Claro que la asistencia social y el reconocimiento de las libertades individuales pueden constituir elementos propios de la política en un gobierno verdaderamente justicialista, pero en todo momento debe entenderse a la asistencia social como una etapa iniciática en un gobierno de fomento al desarrollo nacional, una etapa que garantice la satisfacción de las necesidades materiales básicas de toda la población y en especial de los más débiles y los postergados. La asistencia social es un medio, jamás un fin en sí misma. Y la garantía de los derechos individuales de las minorías es un complemento de la justicia social, no la justicia social propiamente dicha.
Lo que el argentino ignora porque desde hace décadas que nadie se ha tomado el trabajo de hacérselo saber es que la justicia social como fin último de la actividad política y como garantía de la formación de una comunidad organizada implica necesariamente un modelo de desarrollo productivo del país en el que la prioridad sea el trabajo, fuente de la dignidad humana. Desde hace décadas que la política pretendidamente peronista se olvidó de mencionar que la justicia se puede alcanzar únicamente en el contexto de la aplicación de un modelo de crecimiento económico con desarrollo soberano, autárquico e independiente, que asegure a cada uno de los habitantes del territorio el acceso al trabajo y al progreso material y espiritual.
De eso se trata la justicia social bien entendida, no de otra cosa. No de asistencialismo, no de pobrismo, no de progresismo ni garantismo ni de agendas de minorías. Y aunque el argentino en su fuero interno persigue la justicia social bien entendida (Porque, ¿quién en su sano juicio no desea vivir en armonía social, paz espiritual y con un desarrollo personal y comunitario que le signifique la felicidad y el progreso?) es posible el arribo de discursos estrambóticos que acusen a la justicia social de “diabólica” o de “injusta” o “pecaminosa” precisamente porque antes de estos discursos otros los antecedieron que desnaturalizaron completamente el concepto, diluyendo en el marasmo de la retórica politiquera la intuición natural de un sujeto colectivo, la sociedad, que conoce por mero instinto su interés y los medios necesarios para alcanzar la felicidad.
Retergiversando lo ya tergiversado pueden los Javier Milei genéricos valerse del sentido común de las mayorías y retomar desde lo discursivo el contenido de la justicia social bien entendida simplemente cambiándole el nombre a “liberalismo”, por ejemplo, sin que nadie advierta la operación y señale la obviedad. En la práctica los Milei genéricos se apegarán efectivamente a los preceptos del liberalismo, por supuesto, pero deberán antes hacer un uso instrumental del sentido común de las mayorías —en esencia justicialista— para granjearse el apoyo de la sociedad en un contexto de grieta ideológica donde el autodenominado peronismo es cualquier cosa menos peronista.
Finalmente, la tercera bandera del nacional-justicialismo es la independencia económica, que claramente no se puede lograr si no existe un proyecto de país independiente y soberano. Pero, ¿independiente de qué? ¿No se supone que la Argentina se independizó del Imperio Español en 1816? Claro, el nuestro es un país formalmente independiente, aunque en un sentido práctico su independencia no va más allá de los estrechos límites de lo estrictamente formal. Para lograr un proyecto de país soberano (esto es, capaz de dictar sus propias leyes y de gobernar efectivamente sobre la totalidad de su territorio), nuestro país debería primero emanciparse de su condición de semicolonia económica y practicar efectivamente la independencia respecto de los poderes foráneos, se trate de potencias extranjeras o de entes supranacionales que designen a los personajes o a las políticas que van a regir el destino de toda la población.
Pero el argentino desconoce ese panorama, porque desde la desaparición física del General Perón nadie se ha tomado el trabajo de explicarle en palabras lo que el argentino intuye, aunque no puede darle forma por ausencia de herramientas. El argentino no tiene en la mente el concepto de independencia económica que su alma ansía, por lo que no puede organizarse para perseguirla como fundamento del fin último de la política, que es la justicia social. Lo que el alma intuye no posee la carnadura suficiente para motivar la actividad política, menos aun en una sociedad que a pesar de carecer de cultura política está muy politizada, como bien lo advertía el propio Perón.
Es necesaria la conducción política para que las voluntades de los individuos se reúnan en un proyecto colectivo. De lo contrario, prevalecen el caos y la atomización. La masa inorgánica no conoce los fundamentos de la política de Perón, no conoce la doctrina de Perón y por eso, en definitiva, no conoce a Perón. Será difícil, en el estado actual de una política convertida en oferta de figuritas manejables a control remoto y postuladas para administrar la dependencia, que alguna vez lo vayan a conocer los jóvenes, los niños, las próximas generaciones de argentinos.
Perón ha pasado a ser la caricatura estampada en una remera, una bandera pintada en los colores del arcoíris, un sticker y algún que otro eslogan pero poco más, todo el potencial revolucionario de la doctrina de la justicia social murió con Perón y no precisamente por causas naturales. Porque no existe una voluntad política efectiva de adoctrinar a las nuevas generaciones para que conozcan los fundamentos de la doctrina peronista y para que entiendan por qué no es diabólico, no es injusto ni es pecaminoso pensar en un país con justicia social, porque el justicialismo es nada menos que la base práctica, material y política para desarrollar a nivel de las naciones libres el Evangelio de Cristo.
¿Cómo es posible que los peronistas silvestres se asusten por la irrupción en la arena de la política de discursos como el de Javier Milei, exitosos en términos de representación del sentido común de las mayorías, si antes no se asustaron al advertir que la sociedad estaba olvidando el significado de las nociones de soberanía, independencia y justicia social? El argentino de a pie no conoce a Perón y la sociedad argentina va a seguir constituyendo una masa inorgánica y por lo tanto perfectamente maleable en tanto y en cuanto no exista una voluntad política de parte de la dirigencia —de la conducción política, que a esta altura es inexistente—, de modificar eso.
La única esperanza reside en la remota posibilidad de que independientemente de los nombres, de esta tierra vuelva a nacer algún patriota con el coraje y la voluntad de representar el interés general y desempolvar aquella vieja doctrina que, aunque se conoció por el nombre propio de quien otrora se tomó el trabajo de compilarla, siempre persiguió nada más que la justicia, basándose en el deseo más íntimo de un pueblo que intuye aunque no sepa expresar lo que desea para sí, para sus hijos y para todos los pueblos del mundo: tan solo la felicidad de los individuos, la armonía de la comunidad y la grandeza de la patria.

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